¿Vale la pena enfadarse?

Una de las emociones negativas más destructivas, a la que todos estamos expuestos, es la ira.
Es la máxima responsable de la terrible violencia que podemos observar en el mundo y de un gran dolor que infringimos a los demás, a nosotros mismos y, en muchas ocasiones, a nuestros seres más cercanos y queridos.
Pero… ¿es posible una vida sin ira? ¿Sin enojo? ¿Sin enfado? ¿Sin agresividad ni verbal ni física?
La respuesta es sí, puede combatirse y ser eliminada de nuestra vida.
Para conseguirlo, el primer paso es conocer cómo funciona.
Es traicionera, tremendamente hábil y peligrosa, sabe utilizar nuestros puntos más débiles.
Cuando se apodera de nosotros, lo que percibimos en una versión distorsionada de las cosas que no está de acuerdo con la realidad, la mente se enfoca en exagerar los puntos que alimentan nuestro enfado y prescinde de todo lo demás, entramos en un bucle frenético de pensamientos que lo mantienen y lo justifican como la única opción, como la mejor opción…y esto es un tremendo error y además, no es cierto.
Enfadarse nunca es la mejor opción.
Ante una situación conflictiva o una agresión, podemos, simplemente tomar dos caminos: mantenernos tranquilos o bien perder el control. Cuando perdemos el control, decimos y hacemos cosas terribles, que no contribuyen en nada a solucionar el problema y que momentos más tarde nos avergonzarán de lo estúpidas que han sido.
Pero… ¿qué podemos hacer para evitar que la pequeña nube negra que empieza en nuestro interior no se convierta en un huracán que destruye todo lo que se encuentra a su paso?
Lo primero es ver la ira, como un invitado desagradable, ha entrado por la puerta, pero no va a quedarse siempre con nosotros, del mismo modo que ha venido, se irá.
Podemos observarla desde fuera, no forma parte de nosotros, observamos cómo se manifiesta en nuestro cuerpo: peso en el estómago, en la garganta, temblor de manos, palpitaciones, movimientos bruscos, tensión muscular…esos son los primeros síntomas de alerta, está empezando algo poderoso y destructivo, acepta que está ahí, no lo rechaces, pero ten la pausa y la sabiduria suficiente para tomar la firme determinación que no vas a darle presencia hacia el exterior, eso demuestra una gran valentía y una gran fuerza interior de autocontrol.
Esta es tu primera victoria: si no sale hacia afuera estás empezando a desmontarla.
Difícilmente vas a poder pensar con claridad para encontrar la mejor solución si estás fuera de sí, totalmente descontrolado y desbordado.
Respira despacio, toma conciencia de lo que sucede en tu cuerpo e intenta mantener la calma.
En vez de repetirte “esto no debe de ser”  “no es justo”  “no hay derecho”  lo cambiamos por… “es así… ¿qué hago?”
Muchas veces la ira tiene que ver con un deseo de controlar, de mandar, de dirigir a los demás, de imponer lo que deben hacer, o que nos hablen o nos traten de una determinada manera: “Todo debe ser como yo quiero que sea y los demás deben hacer lo que yo pienso que deben hacer”.
Con esto, sólo consigues dar a los demás el poder de hacerte sentir bien o mal y ten por seguro que te van a decepcionar, no olvides que deberías ser tú el único responsable de cómo reaccionas o cómo te sientes ante determinada persona o situación.
Sí, lo que sucede es una cosa y tú percepción es otra.
Lo que piensas que es correcto, lo que piensas que es justo, lo que piensas que le conviene hacer a tal o cual persona, lo que piensas que debería hacerse en este momento…es sólo tú versión, únicamente tú versión y crees que es lo mejor…¿lo mejor para quién?  Lo mejor para mi placer, para mi interés, para mi poder, para mi comodidad, para mi felicidad, para mí…para mí…pero ¿Qué hay de los demás? ¿Es también lo mejor para los demás? ¿Va a contribuir  a su felicidad?
Esto pone en evidencia la gran trampa de la ira: se disfraza como algo necesario, que nos protege, que nos da fuerza, poder…pero en el fondo, no esconde más que una visión tremendamente estrecha, egocentrista e insolidaria.
Si somos capaces de desmontar estos argumentos tan arraigados en nosotros, de entrenar la mente para observar sin involucrarnos, de cultivar la paciencia, de tener la pausa suficiente antes de actuar,  de ver y escuchar con atención,  de mantener la calma , de ver a nuestro agresor como un ser humano que sufre al igual que nosotros, de ver cada situación difícil como una oportunidad de  superación y crecimiento, podremos, poco a poco,  ganar la batalla a la ira y, casi sin darnos cuenta, desaparecerá de nuestra vida, surgirá entonces en nosotros de forma natural, una serena paz interior y una manera de vivir más creativa, más bondadosa, más tolerante,  con la que contribuiremos a hacer del mundo un lugar más amable y feliz.

 

 

Todas las personas

Si somos pacientes y nos interesamos de manera auténtica por alguien, prestándole plena atención, haremos aflorar sus mejores cualidades. Todas las personas con las que nos encontramos a diario tienen aspectos escondidos a simple vista que son dignos de admiración.

La vida

La vida es un gran maestra, nos enseña que las cosas están siempre en transición, nada sucede al gusto de nuestros sueños. Los malos momentos, nos enseñan a erguirnos y seguir adelante, a aceptar que nunca lo tendremos todo en orden. Incluso en los peores momentos, siempre tenemos el poder de abrirnos para superar viejos límites y descubrir nuevos horizontes.

Todos estamos conectados

¿Te has fijado que muchas veces cuando miramos a alguien fijamente en la espalda se gira a mirarnos?
¿Cuantas veces te has sentido observado y al darte la vuelta realmente era así?
¿O no has pensado acaso en alguna persona en concreto paseando por la calle y te la has encontrado?
¿O has pensado en ella y de repente te ha llamado por teléfono?
Son sutiles destellos, atisbos de una realidad profunda que intuimos desde que nacemos: que todos estamos conectados.
Hay un fino hilo mágico e invisible que nos une.
Hasta la más insignificante brizna de hierba está relacionada con todos y cada uno de los seres.
Sí, aunque no puedo demostrarlo, lo creo.
Las cosas más profundas y bellas de la vida no pueden demostrarse pero eso no quiere decir que no sean ciertas.
¿Acaso se puede tocar el amor, acariciar la bondad, embotellar la felicidad?
Es tan bonito imaginar que, cada vez que pienso en alguien con  añoranza, esa persona recibe mi abrazo en la distancia…

 

El gran vacío

Desde que nacemos, sentimos instintivamente que nos falta algo.
Es un profundo vacío indefinido que nos acompañará a lo largo de nuestra vida.
Irremediablemente aparece también un deseo de llenarlo.
Es entonces cuando empezamos nuestra particular cruzada en acumular, amasar, poseer.
Albergamos la vana ilusión de llenarlo con objetos, personas, logros personales,profesionales, intelectuales…
Nuestra sociedad  anima y aplaude esta tendencia:  ya que para ella «somos lo que tenemos».
Y nos vemos inmersos en una auténtica vorágine desproporcionada por acumular más y más.
Contra más poseemos, más crece nuestra ansiedad ya que se hace cada vez más patente que «todo lo que hemos logrado lo podemos llegar a perder».
Porque no hay nada, absolutamente nada de lo que hayamos acumulado que no pueda desaparecer en cualquier momento.
Y el vacío sigue ahí, más hondo y profundo.
Es entonces cuando, si tenemos la fortuna de estar atentos y despiertos, mirando con los ojos del corazón, podemos darnos cuenta de que es inútil todo esfuerzo por querer llenarlo desde el exterior: sólo puede hacerse desde el interior.
Necesitamos un nuevo planteamiento de vida: centrado más en el «ser» que en el «tener».
Sólo así podremos descubrir realmente nuestro enorme potencial humano. Nuestra extraordinaria capacidad para hacer el bien, para conectar con el sufrimiento de los demás,  para comprender, escuchar, acompañar, dar felicidad, amar…
Empezamos a sentir, entonces, que el entregarnos a los demás, nos llena.
Que cualquier gesto, por pequeño que sea, de generosidad desinteresada, de desprendimiento, de auténtico amor, aporta un rayo de luz a nuestra oscuridad.
Que abrir el corazón al sufrimiento de los demás y ofrecerles nuestras manos abiertas  nos llena de una serena felicidad que, poco a poco, de manera muy sutil y delicada, va mitigando el dolor, va iluminando el camino, y se transforma en el centro de nuestra vida.